Alguna vez un director me dijo que un actor completo es aquel que actúa, canta, baila, hace esgrima y practica equitación. El control del cuerpo es total, y el saber es aún más amplio. La observación en estas actividades también es decisiva.
Hacer teatro no es solo pararse en un escenario y actuar, no se trata únicamente del proceso de creación de un personaje o de aprender a respirar. ¿De dónde proviene ese aire que se respira? Hay que percibir, reconocer, sentir la atmósfera teatral. Tocar, oler y ver el espacio en el que se desenvuelve una obra. Reconocer el arte que está inmerso en la piel del creador, que solo emana el humano en lo más profundo de su ser. El escenario, la sala, las butacas en sí mismas reposan, se mantienen, digieren la energía estando a solas, pero estando vacías no son nada.
El actor debe ser partícipe de esa sensación estando en ese espacio, relacionándose con otras personas que reviven su misma pasión en el teatro y percibiendo el sentimiento de esas cuatro paredes. No se puede hablar de un actor completo si solo actúa y no observa, si no va al teatro, si no indaga y refuerza sus conocimientos en el saber de otros actores que se funden en la escena que han creado.
Es como quien pretende ser dramaturgo sin haber leído un Shakespeare o un Chejov, o cualquier otro clásico, o cualquier otro texto de cualquier otro dramaturgo. Sin haber leído. No se puede aprender a escribir sin saber leer.
He oído en los últimos tiempos de actores que simplemente no saben qué obras se presentan en Caracas, no conocen el trabajo de otros grupos de teatro y no han visitado más de cuatro salas de teatro de la capital. Definiría este fenómeno como un síntoma del estado del teatro actualmente. ¿Cómo esperar público en nuestras propias funciones y cómo agotar una temporada si los espectadores que exigimos no existen? ¿Cómo, si no desarrollamos el hábito ni nosotros mismos? Si no nos interesa vernos, ¿por qué nos querrían ver los demás?
Este dilema no se convierte entonces en un enfrentamiento con las butacas, no se hacen obras para las sillas, y si hay una sola persona “la función debe continuar”; pero el teatro anhelado, de altura y espectadores, y el desarrollo de nuestras propuestas escénicas decaen en calidad y en opciones. Habría que preguntarse qué tan necesario sería desarrollar una cultura de teatro y de espectador, y así conocer para quién se está haciendo teatro. El teatro nos hace a nosotros o nosotros lo hacemos.
Conocer la realidad escénica propia podría invitar al riesgo, al desenfreno, a la apertura a nuevas propuestas, a desarrollar una cultura de calidad teatral y abocarse en pleno a eso que tanto nombran “pasión”, pero que parece estar muy lejos… a la vista.
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